Monumento a Benito Pérez Galdós en Las Palmas de Gran Canaria (Pablo Serrano, 1969). Foto: Wikimedia Commons

Monumento a Benito Pérez Galdós en Las Palmas de Gran Canaria (Pablo Serrano, 1969). Foto: Wikimedia Commons

A la intemperie

Mis tenidas nocturnas con Galdós: recuerdos de un encierro domiciliario durante el franquismo

Cuando el miedo hace que los amigos dejen de serlo y todo lo que queda es silencio, una estatua de bronce puede ser aquello que alivie la soledad.

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Estamos en mayo de 1971, tiempos de Franco todavía. Recibo una citación del Gobierno Militar de Las Palmas de Gran Canaria, mi ciudad de nacimiento, donde se me comunica que quedo bajo prisión domiciliaria todo el tiempo de la instrucción del Consejo de Guerra que se me incoa por ser el editor en Inventarios Provisionales de un libro en prosa del poeta y amigo José Ángel Valiente, titulado Número trece. No siento miedo, sino una nueva inquietud presentida desde hace tiempo.

Por tanto, no puedo salir de mi casa: es una prisión extenuada, pero prisión, aunque doméstica. Mis "amigos" escritores dejan de verme —por miedo evidente—, cuando antes de mi procesamiento militar venían a casa casi todos los días, a tomar cervezas, a hablar de literatura y antifranquismo en largas tertulias hasta la madrugada. Cosas de la amistad cercana.

Todos desaparecen. Mis familiares —todos— también: voy notando poco a poco, pero a toda velocidad, la soledad del condenado de antemano. De vez en cuando me escapo a la calle durante las horas del día. Salgo al sol y, mientras camino a la intemperie por algunas calles aledañas a mi domicilio, noto un cambio brutal en los vecinos y conocidos del barrio: cuando me ven caminar hacia ellos, cambian de acera para no tener que saludarme y comprometerse. El miedo. Dejo de dar clases en el Instituto de Agüimes, al sur de Gran Canaria: no tengo dinero para la gasolina del automóvil: no me pagan mi sueldo.

Días más tarde me quedo solo. Nadie llama por teléfono, nadie viene a verme a casa, yo no puedo ni quiero ir a casa de nadie. Sólo tengo un interlocutor: mi mujer de entonces y madre de mis dos hijos, la profesora de filosofía Tinka Núñez de Villavicencio. Las noches son largas y solitarias. Sólo hay llamadas de Carlos Barral y de Mario Vargas Llosa desde Barcelona interesándose por el caso judicial. Entonces, en un alarde de lucidez, me arranco con una idea sensacional para el momento de la soledad nocturna.

Galdós bajo la luna

A diez metros de mi casa está la Plaza de la Feria, presidida por la estatua moderna de Pérez Galdós obra de Pablo Serrano. Decido que ya tengo con quien hablar: con el gran escritor canario. Y todas las noches me voy a sentar en el banco de piedra más cercano a la escultura en bronce de Galdós para hablar con ella.

La soledad es menor durante ese soliloquio en el que le hablo al autor de Doña Perfecta. Incluso le confieso que, a veces y durante el día, de vez en cuando releo algunas páginas de alguna de sus novelas, Misericordia, la misma Doña Perfecta, Fortunata, y siempre la preferida por mí de todos sus textos, la obra de teatro Electra.

Estoy seguro de que el Gran Viejo me sonríe, su rostro de bronce, con el gran bigotazo que le cinceló Pablo Serrano, muestra en esos momentos de mi soliloquio nocturno una leve sonrisa de complicidad. Su silencio, con su cara de bronce apoyada sobre su bastón —también de bronce—, es en mis oídos un tumulto de palabras, y esa es la manera de entablar nuestra conversación cotidiana, nuestra tenida de hermandad, mi alivio casi absoluto en las noches de la soledad, con la Plaza de la Feria vacía: Galdós y yo, frente a frente, interminablemente en las noches canarias.

Hacía tiempo que no tenía ocasión de repetir aquel ritual inolvidable que flota como una balsa de salvación en mi memoria, por la que doy gracias a la naturaleza y al Gran Arquitecto del Universo. He vuelto a hablar en una larga y fructífera tenida con Galdós en la Plaza de la Feria de Las Palmas de Gran Canaria, con mi tabaco canario encendido y colgado de mis labios. Un festín de amistad, mis amigos lectores.

Le recordé a Galdós en esa noche cercana, hace unos días, la vieja leyenda de la Pardo Bazán en el Ateneo de Madrid. La escritora, dueña del pazo de Meirás que luego robaría Franco hasta su devolución legal y legítima al Estado, bajaba la escalera del Ateneo. Galdós subía la misma escalera en ese momento. Al cruzarse, una bajando y el otro subiendo, ella lo mira con desprecio y le dice en alta voz: "¡Adiós, viejo chocho!". Él, con una levísima sonrisa en sus labios, la mira con ternura y le contesta en baja voz: "¡Adiós, chocho viejo".

La leyenda de ese episodio ha corrido fortuna y presencia con los años y ya forma parte de la tradición contarla entre escritores más o menos informados. Hace pocas noches, le conté a Galdós que un impresentable me había llamado en público "viejo chocho". El gran escritor estalló en una carcajada. "¿Y tú que le contestaste", me preguntó. "Ya te lo puedes imaginar, maestro…". "Bien hecho", me contestó. Y el estallido de otra de sus carcajadas rompió finalmente mi recuerdo de la soledad de aquellos años de franquismo sórdido y ridículo.