Núñez de Herrera escribe en abril de 1931 una crónica titulada Otra ciudad. La columna, breve y muy herreriana, cuenta que Sevilla se afanó en su día por no desilusionar a los forasteros que venían cargados de prejuicios y ganas de juerga: “comenzaron a edificar una Sevilla que no desmintiera a las litografías, especie de población hecha al dictado”.

Cerca de hacerse centenaria, la idea de que la ciudad es un reflejo de sí misma, esculpida para sacarle el jugo a su beneficiosa fotogenia, reaparece con la vigencia de un mundo que ha cambiado, pero no tanto. Está fresco el hielo de los arcones de las tiendas de souvenirs del barrio de Santa Cruz, montaje enladrillado del poblado andaluz, y los trajes de flamenca a modo de delantales se expanden como el musgo en las encinas. Ambas imágenes, entre otras muchas, han sido fomentadas y publicitadas desde dentro. Por eso no es de extrañar que tras la promoción de la ciudad de cartón-piedra, los que la recorren desde fuera la traten como un escenario teatral, más similar a una ficción que a una milenaria urbe. Herederos de aquellos vikingos que remontaron el Guadalquivir en el siglo IX, blancos y blaugranas la saquearon hace unos días con el beneplácito de todos y las loas de la Conferencia de Empresarios. Contando con la brutalidad añadida del fútbol y sus aficionados, el turismo de grandes eventos se alinea con la Sevilla de las litografías que dibujaba Herrera; ciudad espléndida, exótica y de barra libre en una Arcadia contemporánea.

Unos meses antes, en octubre de 1930, el periodista denuncia que Sevilla no es barroca, y que quienes así piensan “han cogido el rábano por las hojas, sólo se han fijado en los perifollos […] Descuajad —reclama— ese artificio y veréis qué ciudad estricta, simple y ática aparece”. El uso de “ática”, adjetivo derivado de “aticismo” —“Delicadeza, elegancia que caracteriza a los escritores y oradores atenienses de la edad clásica”— la descarga de boatos y maniqueísmos mientras invoca la pulcritud de los fustes clásicos y el ascetismo gramatical del griego antiguo. Sería mucho pedir a los foráneos que aplicasen la mirada de Pericles al acercarse a ella, pero sí parece oportuno pedírselo a sus moradores habituales, y más aún a sus regidores.

Quizás la Feria sea la menos ática de nuestras fiestas, aunque su matriz ortogonal condense el alma de las ciudades de Carlo Magno y los castrum romanos, fáciles de ejecutar y de espíritu racional. Difundida desde principios del siglo XX como reclamo turístico, sigue atrayendo a foráneos como el polen a las abejas, como las piedras del Partenón a los expoliadores británicos. Estos paisajes, el del Real y el de la calurosa Acrópolis, nunca serán ajenos al mundo que les rodea. En el renacido modelo de Feria corta se ha privado de dos días a los turistas, pero también a los sevillanos que la veneran sin pases ni linajes. Esta vez no ha sido cosa de los bárbaros del norte, sino de un interés desconcertante por generar debates internos. El resultado del referéndum lo dejó claro: una ciudad dividida en dos.

Hay en la defensa de una “Feria para los sevillanos”, tesis principal del antiguo-nuevo modelo, una suerte de paradoja herreriana: ese argumento redunda en el reflejo de la Andalucía terrateniente y altiva, mimetizada con los prejuicios fabricados lejos de aquí. Un barrio de Santa Cruz de rayas y lunares que muy lejos de la fiesta de los años de Transición, y de la abierta y diversa, de vaqueros y amigos boquiabiertos de algún Erasmus pasado.

Esos falsos orígenes de la Feria sólo demuestran el poco interés por leer las crónicas históricas. Es mucho más fácil agarrarse vehementemente a la sensación de colapso y de fiesta robada por “los de fuera”. Un año después, las consecuencias de haber agitado el avispero se descubren como cartas sobre la mesa: el embudo se vuelve más estrecho, y ya no es para los sevillanos sino para los sevillanos con caseta —una nueva casta con derechos diferenciados— que disfrutarán de una versión extendida de la fiesta, mientras el resto de los mortales tendrá que esperar a la medianoche del lunes.

Las arcas públicas financian la preferia con servicios y seguridad a la vez que prohíben activamente la entrada a los no propietarios; en oficinas de Madrid, Londres o París los sevillanos exiliados hacen malabares para pedir días de asuntos propios y la economía local pierde dos días de buenas cajas. Pero la quintaesencia de la Feria vuelve en formato cerrado. Con amigos así, ¿quién necesita enemigos?