Un momento de 'Cathedral', del Scapino Ballet Rotterdam y Marcos Morau. Foto: Bart Grietens

Un momento de 'Cathedral', del Scapino Ballet Rotterdam y Marcos Morau. Foto: Bart Grietens

Danza

'Cathedral' de hielo: la perfección sin alma del Scapino Ballet Rotterdam y Marcos Morau

A pesar de su deslumbrante puesta en escena y del virtuosismo de los bailarines, esta creación del coreógrafo español no conmueve.

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La danza, cuando de verdad es danza, sacude el alma. Puede surgir de un zapateado flamenco que nos conecta con las raíces, de una pirueta imposible que desafía la física o de un simple gesto de una mano que, cargado de intención, es capaz de desarmarnos.

El problema está cuando la sacudida deviene mármol. Cuando la perfección técnica se impone con tal contundencia que no deja resquicio para la emoción. Ese es, quizás, el gran pecado de Cathedral, la creación del español Marcos Morau para el Scapino Ballet Rotterdam, vista en los Teatros del Canal. Una catedral imponente, sí, mas desprovista de liturgia humana.

La velada prometía. Y no era una promesa vacía. Desde el primer minuto, la puesta en escena deslumbra: una caja escénica que se pliega en luces, sombras y proyecciones que nos remiten a la arquitectura sacra, a los vitrales rotos del alma contemporánea, a esa espiritualidad ausente de nuestros días.

Los cuerpos, verdaderos instrumentos de virtuosismo, se mueven como si hubiesen sido entrenados en una academia celestial: flexiones imposibles, equilibrios milimétricos, secuencias que rozan lo sobrehumano.

La música, a medio camino entre lo electrónico y lo sacro, envuelve con una estética que sabe a solemnidad moderna. Todo —insisto, todo— está donde debe estar. Todo menos el alma.

Y es ahí donde el espectáculo se derrumba. Porque Cathedral no conmueve. A ratos fascina, a ratos intriga, a ratos agota. Pero nunca atraviesa. La coreografía está construida con frases breves que, aisladas, podrían estar en un museo de la danza contemporánea: verdaderas joyas de movimiento que se disuelven antes de permitirnos habitarlas.

Como si Morau nos mostrara postales bellísimas de una ciudad que nunca pisaremos. Como si el espectáculo fuera una sucesión de trailers de una película que nunca se estrena.

Es inevitable cuestionarse —mientras el pensamiento se escapa del escenario para repasar la lista de la compra o preguntarse si uno ha apagado el aire acondicionado— qué nos quiere contar Cathedral.

¿Es una meditación sobre la espiritualidad perdida? ¿Una crítica a la modernidad líquida? ¿Un ejercicio estético sin otro fin que la admiración?

A falta de historia, emoción o al menos un hilo conductor que nos amarre al asiento, nos quedamos como turistas en una iglesia gótica: mirando hacia arriba, con la boca entreabierta, pero sin entender del todo el rito.

Y no será por falta de intérpretes. El elenco del Scapino Ballet es perfecto. Cada uno de ellos posee una presencia escénica rotunda, una precisión quirúrgica en el gesto, una capacidad atlética que roza el prodigio.

Un momento de 'Cathedral'. Foto: Hans Gerritsen

Un momento de 'Cathedral'. Foto: Hans Gerritsen

Pero en ese virtuosismo colectivo se cuela, paradójicamente, cierta frialdad mecánica. Como si estuvieran ejecutando una coreografía para una máquina perfecta en vez de para una audiencia con corazón.

Lo que inquieta de Cathedral no es su tibieza emocional —que también—, sino la preocupación de que este tipo de propuestas se estén convirtiendo en norma. Hay una tendencia, cada vez más frecuente en esta tercera década del siglo XXI, a confundir vanguardia con frialdad, y sofisticación con desarraigo.

Se produce así una danza de laboratorio, impecable en su factura, pero incapaz de generar empatía. Arte que no vibra. Que no se equivoca. Que no arriesga el alma por miedo a parecer "demasiado humano".

Es una lástima, porque Morau ha demostrado en otras ocasiones —ahí está su trabajo con La Veronal, por ejemplo— que sabe construir universos coreográficos donde la forma y el fondo conviven con brillantez.

Pero aquí ha construido un templo sin dioses, una liturgia sin fe. Y aunque la estética impresiona, y los recursos técnicos abruman, lo cierto es que uno sale del teatro igual que entró.

Tal vez con la retina estimulada, pero con el corazón indemne.

Un momento de 'Cathedral'. Foto: Hans Gerritsen

Un momento de 'Cathedral'. Foto: Hans Gerritsen

Cathedral es un espectáculo que tiene todo para alcanzar la cima: una dirección coreográfica excelsa, una escenografía poderosa, intérpretes de primer nivel, una sonoridad envolvente. Todo salvo lo más importante: un alma. Sin ella, la catedral se convierte en un hermoso iglú. Frío, perfecto, y rápidamente olvidable.

¿Será este el precio de la modernidad? ¿Hemos llegado a un punto en el que el arte ha olvidado su propósito fundamental, es decir, conmover, movilizar, transformar?

No es cuestión de pedir narrativas clásicas, ni de volver a los tutús, ni de caer en nostalgias vacías. Mas, sí cabe exigir que, detrás del artificio y la excelencia técnica, haya una intención poética, un fuego, un temblor.

Porque la danza, como toda forma de arte, es antes que nada un acto de comunicación. Y si no hay mensaje, si no hay emoción, si no hay nadie del otro lado tocando la puerta de nuestra sensibilidad… entonces no es arte. Es sólo una postal. Hermosa, sí. Pero tan olvidable como el papel que la sostiene.

Y eso, tratándose de una catedral, es casi un sacrilegio.