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Los números hablan por sí solos. Las empresas que abrazan la IA en el marketing aumentan sus ingresos, de media, un 37%. Es impresionante. Pero mientras todos se fascinan con estos datos, yo sigo dándome el lujo de comprar las manzanas de Paquita en el mercado de abastos.
Las suyas, no las de al lado. ¿Por qué? Porque Paquita me conoce, me pregunta por mi madre y siempre guarda las mejores para el final.
Hay ciertas compras que generan negocio, pero también significado. Y ahí está el quid de la cuestión. Hemos creado la máquina de vender más sofisticada de la historia: algoritmos que predicen qué queremos antes de saberlo nosotros, chatbots que nos tratan por nuestro nombre, anuncios que nos siguen por internet hasta que concretamos la compra.
De momento, esto funciona. Los números lo demuestran. Pero hay un pequeño problema: nos estamos hartando.
Al principio, el salto de modelo nos encantó. Pero después de la cuarta recomendación perfecta, la oferta resulta entre inquietante e impertinente. Las marcas han optimizado el arte de vender hasta convertirlo en ciencia fría.
Han transformado la creatividad en fórmulas y algoritmos. Y tarde o temprano se toparán con una verdad dolorosa: la perfección no enamora.
Todo lo mecanizado pierde su brillo. ¿Cuándo fue la última vez que te emocionaste con una recomendación de Netflix? Y aunque Spotify conoce mejor que nadie tus gustos musicales, estoy segura de que la playlist que más escuchas probablemente sea la que hiciste tú, con canciones que técnicamente no van juntas.
Los consumidores estamos desarrollando anticuerpos contra la hiperpersonalización. Valoramos que NO nos escriban. Preferimos que NO nos "entiendan" tanto. Queremos que nos dejen en paz, y empezamos a usar la misma IA que nos persigue para defendernos de ella.
La siguiente frontera del marketing es desafiante: ¿cómo enamoras a alguien que lo tiene todo, lo compara todo y vive en la desafección? La respuesta no está en más datos ni mejores algoritmos.
Acostumbrados a usar máquinas para hallar respuestas, no podemos olvidar que los griegos ya tenían mercados de abastos, con algunos puestos que vendían mejor que otros.
Seamos sinceros: con tanta IA, como clientes, nos sentimos usados. Y en la vida, cuando nos han usado, requerimos más muestras de afecto reales para volver a querer de verdad.
Lo difícil es crear esas muestras sin fórmulas. Un punto de inflexión sería que los responsables de marketing dejen de comportarse como conductores de una nave espacial, maestros en el manejo del cuadro de mandos, para volver a sentirse "dueños" de su producto, de su mensaje, de su significado.
Ser dueño, como Paquita, implica que las personas te importen genuinamente. Y que, hoy, sin motivo aparente, esa persona sienta que estás dispuesto a detener la atención de manera anómala en ella.
Seguramente las marcas tendrán que volver a reforzar las relaciones de "carne y hueso", sin editarlas. Como decía Ortega y Gasset: "La belleza que atrae rara vez coincide con la belleza que enamora".
Para enamorar, quizás merece la pena dejar de pensar tanto en atraer y traccionar, y volver al instinto de conexión y a la sonrisa que sale del corazón, que siempre suscita un respingo de ternura.