
Inteligencia Artificial
La Inteligencia Artificial (IA) no es solo una nueva herramienta tecnológica: es una revolución que viene a alterar por completo los sistemas económicos y políticos. La IA ya está transformando sectores clave, alterando patrones productivos y marcando una nueva frontera entre los países que avanzan y los que se quedan atrás. Y lo está haciendo a una velocidad que no admite pausa.
En los últimos dos años, hemos visto cómo los sistemas de IA han empezado a superar a expertos profesionales en cada vez mayor número de tareas: detectan tumores con mayor precisión que los oncólogos; redactan informes legales tan bien como abogados con años de experiencia; resuelven problemas matemáticos de alta complejidad, etc.
Esta ola no se va a detener. Es muy posible que, en menos de cinco años, todas las profesiones tengan su “versión con IA”.
Y, sin embargo, hay algo que apenas se está empezando a entender: esta IA que tanto promete no es neutral. Tiene acento. Tiene sesgos. Y, sobre todo, tiene un idioma preferido: la IA habla inglés, y los otros idiomas, el español entre ellos, sólo los está empezando a comprender.
Esto no es solo una curiosidad técnica, sino una desventaja estructural para aquellos países fuera de la anglo-esfera. La IA va a revolucionar los sistemas económicos de arriba a abajo y el hecho de que no se desempeñe tan bien en español implica que las economías hispanas, entre ellas España, pueden quedar rezagadas en la nueva economía.
Durante los últimos años en la Universidad de Stanford, he estado dedicado a estudiar este fenómeno en profundidad. Mi equipo y yo hemos analizado datos de cerca de 100.000 ingenieros de software de 60 países, pertenecientes a más de 500 empresas tecnológicas de todo tipo. Entre ellos, teníamos 1.853 ingenieros radicados en España.
Nos interesaba una pregunta sencilla: ¿cómo cambia la productividad de un desarrollador cuando empieza a utilizar IA para escribir código? Y, más importante aún: ¿depende ese impacto del idioma que usa para comunicarse con la IA?
La respuesta fue inequívoca. De entre los 238 ingenieros españoles que formaban parte de nuestro estudio y que ya utilizan IA en su trabajo diario, descubrimos que quienes interactúan con modelos en inglés mejoraban su productividad un 16,8% en promedio.
En cambio, quienes lo hacían en español lograban una mejora del 12,6%. Es decir, una diferencia del 24,5%. Una brecha silenciosa, pero real. Este patrón no se limita al sector tecnológico, sino que afecta a todos.
La explicación es técnica, pero el efecto es humano. Los modelos han sido entrenados mayoritariamente con datos en inglés. Tienen más ejemplos, más vocabulario, más precisión.
En cambio, en español, los errores son más frecuentes, las respuestas son más vagas, y las capacidades más limitadas. Para los desarrolladores, esto conlleva un serio dilema: si quieren aprovechar todo el potencial de la herramienta, deben cambiar de idioma, incluso si eso significa trabajar con menor fluidez, mayor esfuerzo mental y más riesgo de error.
¿Por qué pasa esto? Porque la IA, como un niño, aprende de lo que ve. Y lo que ha visto —lo que le hemos dado para ver— está abrumadoramente en inglés. Modelos como GPT-3 se entrenaron con más del 90% de contenido anglosajón.
En la web, el inglés representa casi la mitad de todo el texto publicado, mientras que el español llega a apenas un 5%. Esa asimetría se traslada directamente al rendimiento de los modelos: el inglés es el idioma nativo de la IA y el español una lengua extranjera.
Adicionalmente, el español es más difícil de aprender para una máquina. Tiene una morfología compleja, con cientos de formas verbales, concordancias de género y número, y una riqueza léxica que exige más palabras —más tokens— para decir lo mismo.
Estudios recientes muestran que, para generar una misma idea, los modelos necesitan un 23% más de tokens en español que en inglés. Resultado: respuestas más lentas, más caras, y más propensas al error.
A eso se suma una diversidad interna que pocos modelos manejan bien. El español se habla en más de 20 países, cada uno con sus propias expresiones y sus propios modismos. Sin una exposición suficiente a esa variedad, la IA tiende a ofrecer un español neutro, a veces forzado, y con estructuras gramaticales influenciadas por el inglés.
El impacto de esta brecha no es teórico sino que tiene consecuencias concretas. Las empresas hispanohablantes que adoptan IA parten con herramientas menos eficaces.
Sus trabajadores son menos productivos. Su innovación es más lenta. Su competitividad global se resiente. La inversión que captan, menor. Y ese es el verdadero riesgo: que el idioma determine quién tiene acceso al conocimiento, al capital, a la tecnología.
¿Podemos evitarlo? Sí. Pero no será automático. Hace falta invertir: en datos, en investigación, en recursos lingüísticos de calidad. Hay que crear corpus de documentos y data en español, financiar proyectos de procesamiento del lenguaje natural, desarrollar benchmarks propios y adaptar los modelos a nuestras estructuras lingüísticas. Hay que defender el español como lengua de conocimiento, no solo de cultura.
Y hay que hacerlo ya. Porque la IA no espera. Cada día que pasa, la brecha se ensancha. Y aunque los modelos pueden aprender español, necesitan mucho más para alcanzarlo: más datos, más entrenamiento, más intención.
El futuro digital será multilingüe… o será desigual.
*** Yegor Denisov-Blanch es investigador español de la Universidad de Stanford.