
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo en el Congreso de los Diputados. EFE
Aquí y ahora se decide la España que viene
La oposición debe actuar a la altura de la gravedad que se denuncia, forjar una esperanza razonable y un diagnóstico que no escamotee las causas de nuestra crisis.
Afanarse en seguir las tropelías gubernamentales exige dosis elevadísimas de patriotismo, una ética profesional rayana en la ascesis o una salud mental de hierro.
Uno está acostumbrándose a las grabaciones de Leire Díez y enterándose de quién es Pérez Dolset cuando irrumpe Aldama para increpar a la primera.
Las subtramas, los personajes secundarios o no tanto, los sainetes y entreactos hacen que el declive que los españoles venimos asumiendo sea al menos emocionante: divertido para los que se pueden permitir distancia y desesperante para los que aún guardan alguna esperanza.
Los siete años de mandato que el presidente celebraba hace unos pocos días son demasiados para negar que el sanchismo obliga a una reflexión profunda sobre las corrosiones morales y políticas que lo siguen haciendo posible.
Al filo de un lustro y medio, es perentorio preguntarse qué empacho ideológico ha asegurado la aquiescencia de una buena parte de españoles, que, atrincherados en el temor de un alunizaje de la extrema derecha, se han mantenido leales cuando ya era imposible llamarse a engaño.
Se suele decir que un gobierno “de derechas” sería incapaz de gobernar con esta ristra de presuntas irregularidades, que las calles se llenarían de manifestantes.
En cambio, el sanchismo sobrevive como exasperación de la hiperlegitimidad progresista que atesoraba el PSOE, puesta al servicio del interés más pedestre de una docena de personas cuyo proyecto es vivir al día, gobernar un día más, seguir “siendo alguien” el tiempo que se pueda.
Alrededor, algunos comisionados del nivel más decepcionante que han echado por tierra todo el glamour que la cultura popular concedía a los fontaneros y conseguidores de Estado.
Por fin, un conglomerado de partidos unidos ante todo por conveniencias particulares a expensas del bien común o de la mera idea nacional, y unos partidos progresistas que han comprendido cabalmente que esta era, tal vez, su última oportunidad de tocar poder.

Yolanda Díaz en el Congreso de los Diputados.
A siete años de gobierno no se puede vivir en el escándalo, en la sorpresa diaria y en el llevarse las manos a la cabeza: escandalizarse diariamente es signo de no haber prestado atención y conduce rápidamente a la melancolía, a la inacción “antisanchista”, cómodo parapeto exculpatorio que nos sume en el desánimo, en la vorágine desmovilizadora que viene operando de un tiempo a esta parte.
La política puramente negativa y coyuntural se torna rápidamente en desconfianza hacia la política en general, en quietismo, y a menudo engrandece al vituperado, que obra como medida de todas las cosas.
Vivir cada desafuero gubernamental como si fuese el definitivo es tan erróneo como pensar que nada de lo que viene ocurriendo importa nada. Visto lo visto, es incluso posible que el presidente agote esta legislatura, que sus socios apuren hasta la última concesión.
Pero lo hará como un gobierno terminal, con peajes de vergüenza cada vez más elevados.
Buena medida de este agotamiento nos la da la naturaleza cada vez más absurda de la propaganda gubernamental (una de las obsesiones de este Ejecutivo, que acude a la saturación ideológica para compensar su debilidad política, con constantes peroratas sobre las noticias falsas y los peligros ultras de la conspiración), signo inequívoco de pérdida de legitimidad.
De lo difícil que se ha puesto defender lo indefendible.
Si superamos el escándalo perpetuo, advertimos que este es el momento decisivo, el verdaderamente político. Es tarea urgente de la oposición abandonar la mera censura de la actividad gubernamental para evitar que la indignación se convierta en frustración.
Frente a los males de la saturación comunicativa, la política de supervivencia y la justificación por el miedo al otro que detectamos en la acción del Ejecutivo, se impone la difícil tarea de definirse en positivo, actuar a la altura de la gravedad que se denuncia, forjar una esperanza razonable y un diagnóstico que no escamotee las causas de nuestra crisis.
El recientemente fallecido Alasdair MacIntyre apuntaba que la indignación, entendida como pura negación, es una emoción típica de la política moderna, y la contraponía al uso clásico y original de la “protesta”, consistente en posicionarse en contra sólo después de haber dado testimonio a favor de algo.
Nos encontramos, por tanto, en el tiempo incómodo y urgente de la protesta.