Vamos a dejarnos de hostias: el Barrio de las Flores no es postureo. No tiene plazas con terrazas pijas, ni fachadas pintadas a juego con los hashtags de Instagram. No es “cuqui”, ni falta que le hace. Es otra cosa. Es verdad. Es tripa. Es barrio con todas las letras. De los de antes. De los que te dejan cicatriz.
Este sitio nació como nacen muchas cosas en España: en un despacho de Madrid, con un plano encima de la mesa y un cenicero lleno. Finales de los sesenta. El Ministerio de la Vivienda tenía un plan: levantar un polígono residencial, el de Elviña, y convertir Alfonso Molina en la gran entrada a A Coruña. Un corte limpio sobre la ciudad. Y el primer tajo fue este barrio.
A diferencia de otros barrios que se dejaron llevar por lo que ya había, como la Agra del Orzán, aquí hicieron tabla rasa. Arrasaron con todo, menos con el viejo Camino de Santiago —lo que hoy es la avenida de Monelos—. El resto, al carajo. Entre eso que se cargaron, estaba la Granja Agrícola Experimental. Desde 1888 había estado ahí, con sus dieciséis hectáreas dedicadas a mejorar el campo gallego. Ciencia pura. Vanguardia. Hasta que llegaron los de la piqueta con órdenes y prisas.
El barrio arrancó desde el suelo con problemas. El terreno tenía un desnivel brutal —más de 30 metros de diferencia—. ¿Solución? Terrazas y escaleras por todas partes. Que en los años 60 sonaba a modernidad, y hoy es una condena para cualquier viejo con la cadera hecha polvo. Cada peldaño es un recordatorio de lo mal que se pensó el futuro.
Por si fuera poco, hay un monstruo enterrado bajo el barrio: un puto oleoducto. El tubo que lleva petróleo desde el puerto interior hasta la refinería. Por ahí pasaba lo que marcaba la frontera sur de la ciudad. Pero, en vez de hacer lo de siempre —tapar y olvidar—, aquí aprovecharon la jugada. Y le metieron un corredor verde encima. Naturaleza, paseos, oxígeno. Un pulmón. Un milagro. Una puta maravilla sobre una cicatriz.
El proyecto estaba bien pensado. Se partió en cinco unidades vecinales, con 400 viviendas cada una. Cada trozo se lo encargaron a un arquitecto. Y no a cualquiera: Corrales, Albalat, Losada, Bescansa, Luque Sobrini. Nombres de peso. Gente que sabía lo que hacía. Corrales firmó la joya de la corona: la Unidad Vecinal nº 3. Hoy, los estudiantes de arquitectura vienen en peregrinación a verla, como quien va a Fisterra a que le dé el aire.
No levantaron bloques como quien pone ladrillos. No. Aquí se diseñó pensando. Desde pisos pequeños de dos habitaciones hasta casas unifamiliares de 150 metros. Ocho plantas al lado de dos. Galerías comerciales —algunas que no llegaron a funcionar, pero estaban ahí, pensadas—. Guarderías, oficinas. Arquitectura de verdad. Moderna. Inteligente. Y adelantada a su tiempo.
¿Y cómo salieron adelante las expropiaciones? Aquí viene lo mejor: con la ayuda de una prostituta alcohólica. Sí, como lo lees. Se llamaba Rabo de Cocho. Iba a los lavaderos, hablaba con las mujeres. Les contaba que lo que venía era digno, moderno. Que saldrían de las chabolas y entrarían en casas de verdad. Y lo consiguió. Tenía más poder de convicción que todos los funcionarios juntos. En un país donde todo se hace por decreto, a veces es una borracha la que arregla las cosas.
Pero claro, había trampa. Los materiales. Que si vivienda social, que si hay que ahorrar. Lo de siempre. Así que lo que se diseñó como una maravilla, se levantó con lo justito. La energía que entraba por las ventanas bien orientadas se escapaba por paredes de papel. Diseño de lujo, ladrillo de saldo.
En el 72 se levantó uno de los emblemas: el centro parroquial. Una virguería firmada por Corrales. Pero lo acabaron y lo dejaron tirado. Se lo fueron llevando todo: puertas, cables, rejas. Lo ocupaban indigentes. La capilla se inundaba, la gente la llamaba la piscina. Hasta que en los 80 la diócesis lo recuperó. Hoy vuelve a ser lo que quiso ser: un centro vivo, útil, moderno.
Y otra cosa buena: aquí el coche no manda. A diferencia de Elviña, el Barrio de las Flores no se puede atravesar en coche. Aparcamientos en bolsas exteriores, uno subterráneo —el primero de la ciudad, dicen—, y todo lo demás, para andar. Pensado para gente. Para piernas. Claro que luego llegaron los achaques, las rodillas rotas, los andadores. Y entonces la utopía empezó a doler.
El 20 de junio de 1967 se entregaron las primeras 1.200 viviendas. Gran acto franquista, cómo no. Vino Franco, banda de música, aplausos. Pisos entre 800 y 1.500 pesetas al mes, con amortización. Todo envuelto en papel de celofán. Pero era, aún con todo, un paso adelante.
Durante años, esto fue la frontera. Más allá, el campo. Matogrande era una braña. Xuxán, un dibujo en la cabeza de algún tecnócrata. Hoy ya no. Hoy el Barrio de las Flores ya no es periferia. Es ciudad. Tanto es así que una de aquellas casas unifamiliares de los sesenta, bien reformada, ahora se vende como chalet de lujo. Entre bloques de 120.000 euros, hay viviendas que superan los 600.000. Cosas veredes.
Y en las últimas décadas, estudios de arquitectura e interiorismo se han fijado en el barrio. Lo usan para proyectos, para renders en 3D, para darle una segunda vida sin falsificar su esencia. El barrio, poco a poco, pide paso. Y lo hace con dignidad.
Y eso que no todo fue luz. En los 80 y 90, la heroína pegó fuerte. Aquí también. Calles oscuras, recovecos perfectos para la mierda. Muchas familias quedaron rotas. Aún hoy se nota. Hay silencios que no se curan.
Y sin embargo, el barrio sigue. Medio siglo y pico de historia a cuestas. Gente que llegó joven y hoy necesita ayuda para subir las escaleras que antes subía de un salto. La accesibilidad es la gran deuda pendiente. Pero siguen ahí. Con orgullo. Con cicatrices. Pero de pie.
Porque el Barrio de las Flores no es para postales. Es para vivir. Para resistir. Fue pensado con cabeza, ejecutado con prisas, y vivido con alma. Y eso ya es más de lo que se puede decir de la mayoría de los barrios de hoy.
Mientras otros se llenan de turistas, de pisos turísticos, de banderitas de colores y brunchs con aguacate, aquí se sigue viviendo como se vivió siempre: a pie, con dignidad y con verdad.
El último sitio decente.
El último barrio de verdad.